En
el fútbol cuando un equipo mediano se
enfrenta al poderoso de la Liga, sabedor de que no podrá disputarle el dominio del juego ni la
posesión del balón, juega al contraataque. Se cierra en la defensa y articula
su esperanza de victoria sobre la
rapidez de un par de delanteros veloces y eficaces ante la portería rival.
Ahora mismo, en nuestra sociedad y ante el errático movimiento cultural y
mediático que predomina y atosiga con la indiferencia y la hostilidad lo religioso,
los cristianos –especialmente los católicos-
fácilmente pensaremos en la necesidad de contraatacar. Y así, optaremos
por la estrategia de contraponer nuestras armas más eficaces, y más temidas,
ante un rival tan apabullante.

En lugar de postales y recreaciones plásticas de paisajes nevados y aldeas laponas con estrellitas de nieve, felicitaremos con postales que reproducen el nacimiento de Cristo, y apoyaremos con nuestra presencia las representaciones de belenes vivientes para contemplar a aquel Niño entre María y José, junto con los pastores, los magos y algunos ángeles celestes, sin olvidar la mula y el buey.
Ante
la avalancha de entretenimientos frívolos que nos distraen y distancian del
nacimiento de Cristo, acudiremos en familia a
visitar los belenes monumentales y
animaremos a los niños a instalar
el belén doméstico, catequesis sencilla y directa de alto contenido cultural y
educativo, capaz de un eficiente
desgaste a la potencia del adversario.
Frente
a la burda y cansina deformación de los textos de las canciones navideñas , aprovecharemos para
compartir con los más pequeños los
villancicos nuevos y recordar los más
clásicos y las panxoliñas más
tradicionales.
Ante
la nefanda publicidad incitando al derroche y a la frivolidad alborotadora,
opondremos la profunda y humana preocupación por el pobre y el desamparado,
junto con el sentido común de que la fiesta que se asienta en la alegría del
corazón no es estruendosa ni se olvida de los demás sino que los tiene muy en
cuenta.
En fin, la Navidad nos ofrece la
oportunidad de realizar un contraataque consciente y lúcido para hacer
presentes en nuestro entorno vecinal y cívico los valores y el sentido
cristiano, no sólo de las fiestas que celebramos, sino de toda nuestra vida
personal y familiar.
La navidad evidencia la urgente necesidad
de este ejercicio de lucidez, pero no es suficiente, pues no deja de ser un
ejercicio puntual del juego “a la
contra”, limitación excesivamente severa que reduce nuestro testimonio al de
“aguafiestas”, cuando no al de rancios y
apergaminados reivindicadores de viejas costumbres en imparable declive.
Y esto es lo que tenemos que evidenciar: que
nuestra fe no es una antigualla y que nuestros valores, al menos los inspirados
en el evangelio y en el seguimiento de Cristo, mantienen una vigencia creadora
y suponen para la sociedad y para cada persona un desafío de plenitud,
merecedora de esfuerzo porque son un manantial de esperanza. Celebramos la Navidad porque es el gran
acontecimiento del que Dios se valió para
entrar en la realidad humana como uno más y compartir nuestra historia,
para hacer de ella, desde dentro, una
historia de salvación. El Hombre Jesús, que murió en la cruz, sigue
interpelándonos desde ella y preguntándonos por nuestro hermano, tal como
escenificaba el capítulo 4 del Génesis cuando Caín tiene que dar cuentas de la
muerte de Abel.
El
cristiano no es un aguafiestas, es un cantor de aleluias. En nuestro
corazón y en nuestra vida está el Amigo,
el Resucitado. Con Él la vida se llena de sentido y de luz. Somos testigos de
una realidad hermosa e inefable, el amor de Dios que libera y salva. Y todo
ello empezó con aquel nacimiento de Jesús
en Belén.
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